Todos saben.
© Pablo Félix Jiménez, 2020, Catamarca Argentina.
Cuando yo tenía unos veinte años, en el pueblo había dos hombres poderosos. Por aquel tiempo aún no se leían revistas de historietas sobre superhéroes que salían a salvar a la gente común de la prepotencia del villano.
Me encontraba solo bajo el amparo del poderoso Uriarte, y a cambio cuidaba de sus cabras. Era tan impetuoso entonces, que caí en la red de celos que doña Carmen tejía para hacer enfurecer a Uriarte.
Una tarde nos encontró bajo una parra donde terminaba el viñedo. Nos estábamos riendo de algo, sin una buena excusa, cuando nos sorprendió. Uriarte no había visto nada, pero a la noche en la taberna de Rufino, me esperaba. Me hizo saber que me la tenía jurada. La peonada abrió cancha por miedo a ligar. Y casi me destripa ahí mismo, si no fuera porque Samuel Reyna apareció en escena diciendo:
—¿Y vos te metes con críos que te das de macho?.
Suspiré, al esquivar de suerte ese puñal rencoroso que me lanzó Uriarte. Y suspiré de nuevo cuando colérico fue tras Samuel quién ya tenía empuñado el suyo.
Ambos se miraron con fiereza, como si tuvieran cuentas antiguas que saldar o una especie de diablo los moviera por dentro.
Era tanta la bronca de Uriarte, que de un certero acercar de hoja a la mano, el puñal de Samuel fue a parar al suelo.
Samuel se halló indefenso, y yo solo atiné a alcanzarle el preciado cuchillo que mi padre me dejara por herencia.
Lo sujetó sonriendo y el resto ya es historia olvidada...
—Este cuchillo me lo quedo. Pucha, que blandón de amo elegiste. Conmigo vas a andar derechito. Ya dejá de temblar, Yo sé lo que necesitas y mi generosidad es inmensa. Pasado mañana te juntas con la Candelaria... ¿Crees que no es mujer para vos? Alégrate chango, yo lo arreglo todo, quizás ni tengas que ir a pedirla, quizás venga solita a tus manos.
—Gracias patrón. —Le dije mientras le alcanzaba la funda del cuchillo.
Desde entonces me convertí en el hombre de confianza de Reyna. Y bajo su sombra cuidé de sus mujeres.
Porque al patrón no le gustaba llevar a la taberna a su mujer. En cambio, solía ir acompañado de una o dos buenas mozas. Nunca duraron sus caprichos más de cinco años. Y de vez en cuando les buscaba él mismo un hombre de entre la peonada para casarse.
Pero después de pasar quince años llegaron a su vida unas mellizas.
Para mi siempre fue un misterio cuál era una cuál la otra. Me parece que Hortensia era la más sentimental y que Marcelina era el fuego. Una era centrada y la otra te ponía al borde del precipicio, estar cerca de ella era como caminar descalzo sobre el filo de un cuchillo. Sus voces eran suavemente iguales, difícil distinguir una de otra, y cuando te atrevías a mirarlas de una forma distinta a tú hermana, solo veías dos hermosas mujeres iguales de vestidas.
Un día me hizo llamar. Dejé a Candelaria durmiendo a la siesta con los dos críos y al galope en lo que tarda en hervir una pava, estuve en el rancho de Reyna que me esperaba.
—Andá a buscar tuna. Después andá al poblado y me esperas lo que haga falta.
—Sí patrón, lo que mande. —dije y aún recuerdo la mirada de la señora que se coló por la ventana, una mirada resignada, una mirada de decepción, de desaprobación, una mirada dirigida a mí y no a su marido.
Atravesé una loma, pasé un recodo, y cerca de un manantial llegué a la casa de las mellizas que vivían con su madre. Bajé del caballo y lo até a la rama de un vigoroso algarrobo.
Me quité el sombrero y me acerqué a la puerta que ya estaba abierta y en cuyo marco estaba la madre.
—Hace buen día. —Dije.
—Hijas, se apuran, las buscan.
Fui hasta el establo. Saqué dos caballos pura sangre regalo del patrón. Después de ensillarlos volví a la casa.
Cuando me acerqué las mellizas estaban ya afuera esperándome. Estaban lindísimas.
Involuntariamente seguí con la vista sus botas de cuero color paja que le llegaban hasta cerca de las suaves rodillas. Mas arriba unos pantalones amarillos cortitos ajustaban unas piernas contorneadamente vitales y unas cinturas igual de vivas. Más arriba unas camisitas a cuadro sujetas por un solo botón y un solo nudito que dejaba ver sus bellos ombligos al aire y la redondez de sus tibios pechos que pujaban por soltarse. Más arriba unas cabelleras rubias de fantasía enmarcaba unos labios sensuales y unos ojos que ensueñan. Y entonces una de ellas me envió un guiño que sonaba a: ¿verdad que te parezco bonita?
Bajé la vista y me puse el sombrero. Ayude a las mellizas a montar los negros caballos. Subí al mío.
—Hijo, vaya con cuidado. Si usted se mete en líos yo también tendré problemas ¿Sabe de lo que hablo?
—Descuide. Soy el hombre de confianza del patrón. Yo velo por usted y sus hijas.
—Vaya con Dios.
Fuimos por otro camino. A una loma pelada que tiene aún hoy un quebracho colorado a cercanías de la cima. Bajé del caballo, tomé las riendas, una de las mellizas bajó y la otra con la bota empujándome dos o tres veces un hombro me insinuaba que la ayudara a bajar, y así lo hice. La joven me envolvió el cuello con su grácil brazo cuando la bajaba dejándome momentos después agitado el corazón y el perfume agitándome el cerebro.
—A qué le tienes miedo a Samuel. Si ni se atreve a mirarnos a la cara aunque estemos aquí solos.
—Es respeto señorita. Y Samuel sabe hacerse respetar.
—Déjalo en paz. El hombre tiene mujer. Y las tiene bien puestas.
—¿Vistes sus espuelas?, naides por aquí tiene una igual, salvo el patrón.
—Bien lo has dicho. Regalo del patrón. Yo también sé ganarme la confianza. Y si no les importa las dejo, ya viene.
—Vamos a ver si esa confianza que decís, cuando le cuente que me andas arrastrando el ala, te la sigues ganando. Que si levantas la vista y me ves como se mira a una mujer como yo, No le digo nada. Ja.
—Anda nomás. Lo dice para molestar nomas. Si mi hermanita es un pan de dios.
Las dejé donde siempre las dejaba seguro de que el patrón llegaba. Sabía que me miraba desde el horizonte.
Ese día cuando el sol se estaba yendo Reyna entró a la taberna con la camisa desabotonada, con sus dos bellezas espejo, con su humanidad de panza de asados a la vista y con su cuchillo de cuatrero oscilando a un costado.
Dos mujeres afuera husmeaban por una de las dos ventanas abiertas a ambos lados de la entrada. Una de ellas le dijo a la otra:
—Mirá que guapo es el joven forastero ese del que te hablé. —Y todos oyeron.
Las dos joyas de Reyna miraron hacia la ventana y luego hacia la barra.
—Marcelina, Hortensia, a la mesa, tengo algo que arreglar aquí.—Dijo Reyna al tiempo que con un solo gesto entendí que me ordenaba que me asegurara que las mellizas obedecieran.
—¿Qué haces? —Le dijo al forastero de anteojos que estaba en la barra.
El forastero no se movió, ni dijo nada. Tranquilo tragó de un vaso algo.
Reyna se acercó y le habló perentorio a la nuca del flaco anteojudo.
—¿Qué haces? —repitió Reyna y le soplo la nuca.
—Chis. Te están hablando. ¿Sos maleducado vos? —dijo uno que estaba al lado mientras se sacaba el sombrero y llevándolo al pecho se alejaba con cautela.
—Ja Ja Ja. —Soltaron los curiosos.
El forastero giró sobre si, sus lentes negros tenían un extraño destello. Reyna se vio reflejado en un rojo sangre. Miró perplejo de nuevo. Y uno que estaba a su lado dijo:
—¡Es el diablo, patrón!.
—¿Qué diablo? —Dijo Reyna al tiempo que alargando su roma mano le sacaba de un manotazo el anteojo al flaco.
Por un instante el rostro del forastero osciló de derecha a izquierda como si le sacudiera una palma bofetada.
Cuando Reyna con una risa apagada se probaba el anteojo, su cuchillo entraba a su panza en lo que dura un suspiro.
El forastero soltó la empuñadura y Samuel incrédulo mientras pudo buscó con su mano buena en su cintura sin hallarlo.
Yo solo atiné a sujetar a Hortensia y a Marcelina de sus muñecas. Locas gritaban histéricas y sentía como un cansado latido cada intento acompasado que detenía, a tirones, a otros que ya no eran, de las mellizas, que ahora lloraban juntas a mí.
A Samuel lo miramos asombrados, a todos se les fue la borrachera. El forastero se inclina, recoge los anteojos y sale por la puerta.
Abajo en la panza el largo cuchillo a medio entrar oscila para un lado, para el otro. Como si por dentro algo quisiera expulsarlo.
Uno se sacó el sombrero, se arrodilló, y juntando las manos como cuando rezamos, no sabiendo que decir le dijo:
—Amo. ¿Está bien?
Samuel jadeaba... Nos buscó con la mirada y nos la cruzamos. Esos ojos amplios, abiertos, blancos, parecían decirme: Maila, en la que terminé amigo, maila algo.
—Sácale el cuchillo. —Le dijimos.
Con temor tomó el mango rojo, lo soltó, volvió a intentarlo, sujetó con vehemencia la empuñadura pringosa y para su sorpresa su mano temblorosa terminaba de ensartarlo hasta que Samuel exhaló.
Un perro negro entró abriéndose camino entre la gente, y llegando al cuerpo inerte se detuvo. Tomó la empuñadura con sus dientes, lo sacó, y corriendo saltó por la ventana llevándose el cuchillo a la espesura de la noche.
En la lápida dice: «Samuel Reyna». Nada más. Nadie va a visitarlo, nadie lo recuerda, ni siquiera su familia. Pero... Pero todos en el pueblo saben que el diablo anda suelto.
Se publicó también en:
Revista Legado Internacional. 13 ed. 2022. pp. 30-31. https://issuu.com/revistalegadointernacional/docs/d_cima_tercera_edici_n_legado_inter_35c1da7c4d8a4f
Nota:
Foto de Brett Sayles en Pexels
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